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Cuento de Navidad

Había conseguido un vaso medianamente limpio del Starbucks donde poder echar los céntimos que tenía y poder llamar un poco más la atención de los transeúntes, haciendo tintinear las monedas al pedir. Y su estrategia de marketing había dado resultado, pues había podido reunir lo suficiente para tomar un café del 100 montaditos a la hora de comer, tratando de incomodar lo menos posible a la clientela mientras lo pedía para llevar (nunca se sabía otro vaso reutilizable podía serle útil). El café le había sentado de maravilla paras sobrellevar aquella tarde fría de Nochebuena.

Según deambulaba por la Gran Vía, sin ser siquiera advertido por los peatones que apresuradamente se dedicaban a terminar sus compras navideñas, reparó en una niña de unos 5 o 6 años que boquiabierta le devolvía la mirada. Según caminaba de la mano de su madre, de frente a él, pensaba en lo mucho que se parecía el gorro con borla roja que llevaba a aquel que usaba su hermana cuando eran unos niños inadvertidos del mundo. Incluso cuando llegaron a cruzarse, la niña seguía mirándole con sus tiernos ojos que, del asombro inicial, se iban tornando vidriosos, en una especie de miedo y tristeza. Él, paulatinamente, fue esbozando sobre su semblante apesadumbrado una sonrisa, tratando de que la única persona que sabía que estaba en la principal arteria de Madrid, al menos no le tuviera miedo. Pero la niña se paró. Y la madre tirando del brazo inmóvil y reparando en que su hija miraba algo, le espetó: ¿Qué pasa, Andrea? ¿qué miras? La niña lo señaló y le dijo: ese señor es el abuelo. La madre, un poco apesadumbrada y a la vez comprensiva abrazó a su hija y la cogió en brazos para continuar la marcha, dejándola en el suelo unos metros más adelante.

Pasó la tarde, las tiendas comenzaron a echar el cierre a las 19:30 H, ese día mucho más pronto de lo habitual, el momento idóneo para encontrar los mejores cartones para la cama de esa noche. Al lado del Zara y del Primark encontró el material para su lecho que necesitaba. Y dejando en las pilas material para los siguientes menesterosos, ubicó su dormitorio en la cerca del Brindis y el Impass, que esa noche no abrirían.

Para una noche que tenía banquete con todos los honores, decidió dejar sus bártulos en el catre que había construido y dirigirse al Palacio de Cibeles. El padre Ángel y el alcalde ya estaban manos a la obra cuando llegó; tomando menús y pasando a saludar por las mesas que ya estaban atendidas. Le informaron que, además, este año había donación de ropa, pues el severo invierno había despertado el calor de los corazones caritativos. Así que se puso en la fila de las ropas pensando en que un Jersey de más no le vendría mal.

Y, según se iba dispersando la gente de alrededor del puesto y se acercaba a su turno, divisó a la niña Andrea con su gorro con la borla roja puesto aún. Estaba con su madre y con otros dos niños que por, el aspecto y semejanza, dedujo que eran sus hermanos. Tardó un rato la niña en reparar en él como lo había hecho antes por la tarde, pues estaba colaborando con sus hermanos y su madre en el reparto de la ropa donada. Pero cuando lo vio, rebuscó en la montaña de ropa, sacó un Jersey granate con coderas y corrió hacia él con la prenda en sus manos. Le abrazó fuerte y le dijo: estamos dando mucha ropa tuya porque mamá dice que está vieja y ya no la necesitas, pero este es tu favorito y yo sé que lo quieres.

Gracias Andrea, respondió el mendigo, tratando de ocultar su incredulidad y de no volver a hacer asomar las lágrimas a los ojos de ese angelito. La madre, que en cuanto Andrea salió corriendo fue detrás de su oveja descarriada, había presenciado toda la escena. Y la niña volviéndose a ella le dijo: Papá, tenía razón. El abuelo está en muchos sitios y le podemos ver donde menos, esperamos.

Ufana de saberse con razón, volvió corriendo de nuevo con sus hermanos a seguir ayudando con la madeja de ropajes. La madre y el vagabundo se miraron y este, que lo había comprendido todo, le dijo: Le doy mi pésame. Estas pérdidas son dolorosas, sobre todo en estos días.

La madre de Andrea, con la voz quebrada, le dijo: va ya para un año y medio casi, pero como estaba en una residencia, no le pudimos despedir y a los niños les cuesta acostumbrarse aún. No pudo seguir, pues dos lágrimas brotaron por sendos ojos. Y entonces el hombre respondió: Igual la Navidad va de encontrarnos insospechadamente con aquello que pensamos perdido para siempre, y aunque no sea lo que esperábamos, alegrarnos de saber que tenemos sentimientos que nunca caducan o se ponen feos y que están ahí para devolvernos la ilusión con la que los niños ven y sienten el mundo. Feliz Navidad.

Feliz Navidad, le contestó la madre.


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