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Esencia de la mesa de Nochebuena

Tenía un ligero dolor de cabeza de haber tenido puesta la mascarilla todo el día en el trabajo. Se sentía la piel de las manos algo irritada de tanto habérselas lavado ese día, pero había terminado el último día de trabajo antes de las vacaciones. Quería ver a mucha gente estas Navidades, pero no iba a poder: se había autoimpuesto ver sólo a aquellas personas más íntimas habida cuenta de que sus tíos estaban en grupo de riesgo y sus primos mayores tenían niños pequeños. De la única abuela que le quedaba no se había preocupado, pues les habían dicho que no iba a ser posible que saliera de la residencia y, por lo tanto, todo el contacto iba a ser por carta y por teléfono. De repente, un Whatsapp de su novia: “han cerrado tu comunidad!!”.

En el rato desde que había salido del trabajo hasta el Whatsapp de su novia había estado preparando la maleta, donde casi no podía meter ropa por la cantidad de regalos que llevaba. Aprovechando que Madrid no había cerrado las tiendas ni las grandes superficies, como sí había pasado en su región, había comprado todos aquellos caprichitos tontos que tanto gustaban a su familia y que contribuían a dar una especie de pistoletazo de salida de la Navidad: un mantel rojo con renitos, alguna botella de licor un poco caro, una fuente de cerámica decorada con acebos, unas bolas de cristal como las que tenían los abuelos… Los adornos de Navidad eran para su hermana, que estrenaba casa con su novio después de haber sacado su plaza de EIR en su misma ciudad natal y que, por esas conexiones que tienen los hermanos, le recordarían a lo mismo que a él; y es que, en casa de sus abuelos, donde se reunían todos en Nochebuena, había una legión de manzanitas de seda rojas, ángeles de porcelana cantando y bolas y pirulís de cristal que sus trastadas y la inquietud infantil fueron haciendo desaparecer poco a poco en descuidos y accidentes propios de los niños.

Además de hacer la maleta, había estado grabándose un rato cantando el villancico que todos los años repetían los miembros veteranos del coro de su antiguo instituto y con el que aprovechaban para verse los que seguían manteniendo vínculos. No era el primer año que se grababan por separado y luego Melero (que todavía seguía en el coro) montaba y juntaba las voces. Aún así, seguía siendo raro, pues siempre habían quedado para grabar juntos el vídeo, haciendo playback y mandando saludos a su querido coro, con el que habían viajado tanto y a tantos sitios durante el instituto.

Se quedó un rato pensando en el sillón. En casa de su novia eran 6 estas Navidades, sus tíos venían de fuera también y se quedaban todos en casa de su abuela, y no era tampoco plan de estar molestando o creando problemas. No había muchas más vueltas que darle: pasaría la Nochebuena solo. Pero sin embargo, en ese momento tomó la determinación de, pese a todo, hacer de su casa el hogar al que volver en Navidad. Hornearía un poco de lechazo como se hacía en su tierra, haría unas natillas con suspiros como las que hacía su abuela y tomaría un poco de sidra con los villancicos de Frank Sinatra de fondo; pero le faltaba algo.


Le faltaban comensales en la mesa, no de los que ya iba a ver por Skype en esa noche, sino de los que ya no se pueden ver porque no están: sus abuelos. Necesitaba algo que los representara, así que se puso a buscar por su habitación y revolver cosas que por allí tenía a ver si de casualidad encontraba lo que precisaba. Encontró un caramelo de miel para la garganta que le recordaba a su abuelo Mariano, un caramelo de café con leche con aroma a su abuela Asún y un poco de lavanda en el armario que era su abuela Carmen, pero aún le faltaba su abuelo Pepe. En una de sus batidas, al levantar la cabeza, se dio un coscorrón con la balda superior de la estantería y vio el objeto tan sumamente pesado con el que se había golpeado: la máquina de escribir, la Hispano-Olivetti con la que el abuelo Pepe había trabajado tanto y escrito luego tantas cartas a sus nietos de mayor. Hacía mucho que él no la usaba (pues sólo lo hacía en ocasiones especiales) y, sin saber bien por qué la bajó, y al sacar la funda para ver las teclas empezó a llegarle el aroma y la fragancia de la casa de sus abuelos, y del despacho en donde la máquina solía estar cuando era pequeño. Le vinieron a la cabeza todos los guisos y dulces que ponía su abuela en la mesa, en definitiva, le vino a la nariz una esencia de su vida, y una lágrima se le escapó. Y a la noche siguiente, cuando estaba esperando la llamada de Skype de sus padres, sentado con los caramelos, la lavanda y la máquina de escribir, el olor que aspiraba le hizo estar sentado con los que más quería y sentir que en su mesa lo que había era Navidad.


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