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Futuro a través de los ojos de un niño

De vez en cuando echan una #pelicula en la televisión o mirando fotos curiosas en internet encuentra uno una imagen que le devuelve a la infancia, a la mirada que de niño se tiene sobre las cosas. Y, entonces, se recuerda con nostalgia la visión que se tenía sobre algo determinado y las ideas concebidas que tan perfectamente parecían describir la realidad eran conclusiones erróneas, aunque poéticas devidas a la inocencia propia de la niñez.


Descartes dice que no hay que fiarse de los sentidos y razón no le faltaba, pues en verdad los sentimientos que se tienen de las cosas dependen completamente de cómo se han percibido. Por ello, no se puede decir que de adulto se tenga una visión más acertada del mundo, sino más experimentada (lo cual no es moco de pavo). Sin embargo, en la sobreinformación actual, en el continuo estímulo se pierde la ilusión de la percepción, de explorar el mundo. Y la ilusión de ese pequeño investigador de la realidad que todo quiere probar y cada uno lleva dentro, se embota. Es lo que se dice que "lo poco agrada y lo mucho cansa".


A colación de esa ilusión que parece que se va perdiendo de la infancia a la madurez, Picasso, en su eterna genialidad dice que "lleva mucho tiempo llegar a ser joven". Y es que lo que refleja esa frase es la necesidad, sobretodo de un artista de vanguardias posterior a la fotografía, de mirar el mundo bajo una óptica que no sea la convencional para entenderlo de otras maneras.


Es por todo esto que al echar un vistazo o encontrar una imagen del Madrid de los 90 recuerdo las visitas que de pequeño me llevaron a ver la capital y en las que lo único que viese yo fuera el futuro. Tengo la imagen del tráfico ya voraz que había siempre en Madrid, de lo que admiraba yo al inventor de un carril que servía para aliviar el tráfico de entrada o de salida de la ciudad según se necesitase. De lo importante que era para los que veníamos de fuera que cada pocos kilómetros hubiera unas estructuras en forma de arco sujetando unos letreros luminosos que informaban en directo del estado del tráfico, de los desvíos y de las direcciones para llegar a tal o cual sitio. Me acuerdo también de lo futurista que resultaba la estructura amarilla de cables y argollas de una gasolinera que había a la altura de Plantío, pasar con el coche por debajo de los metálicos brillantes de la Avenida de la Ilustración, lo impresionantemente moderno que era el Parque de Bomberos del Barrio del Pilar o el centro comercial de La Vaguada, donde había un estudio de radio metido dentro de una nave espacial.


Llegaba a Madrid viviendo en una ciudad en la que no hay rascacielos, salvo la catedral que sorprendía de la osadía de los del "Foro" de construirlos hasta inclinados, de que la televisión emitiese desde un pirulí muy parecido al faro que me señalaban mis padres al entrar por Moncloa que yo tenía por el más alto de España para que, al estar tan en el interior, así se viera bien desde el mar. Sentía emoción al montarme en el metro (con mi madre preocupada por si nos perdíamos); y el vértigo al ver a tantos señores con traje trabajando en AZCA, donde torre Europa aún lucía sus tubos exteriores pintados de marrón carne.


En fin, puede que sea porque la primera gran ciudad a la que viajé o porque sigo enamorado e igual de fascinado (con otra perspectiva distinta que la de niño) de ella, pero ver una película de esas de Almodovar en las que sale Lavapies o Malasaña sucio o lleno de pintadas recuerdo la sensación tan extraña que Madrid producía en mi, por todo lo distinto que era, por lo moderno que era todo y por la ilusión que de niño despierta conocer.


Y pese a que los años de eso han pasado, Madrid sigue engendrando curiosidad de explorador urbanita e ilusión de saber que cualquier cosa le hará a uno sentirse fascinado como un niño.

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