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PARÍS: EL FARO QUE ILUMINABA EL MUNDO

París es como una celebridad en sí misma. Puede gustar y ser adorada o puede ser detestada y abominada, pero no deja nunca indiferente a nadie.

Sus detractores normalmente son personas desencantadas de la visión que se nos da de París como idea, esa especie de Roma imperial del siglo XX en la que todo ocurría, por donde todo pasaba, empezaba, acababa, la capital del mundo, en definitiva.




Y en ese paradigma se aportan los matices del gusto de la burguesía que tras asaltar la Bastilla ha ejercido (y ejerce muy a pesar de Marx y demás) el poder; el arte como lenguaje cosmopolita, la belleza de lo urbano, el gusto por la cultura, el delirio metropolitano de mezclar las malas costumbres y vicios atribuidos a los bajos fondos de la pirámide social con el dechado de virtudes atribuidas a las clases altas y en definitiva hacer que vivir sea una necesidad. Entiéndase que vivir no se refiere a pagar un alquiler y trabajar para ganarse el pan, se refiere a todo lo que mueve la pasión humana, a todo lo que es pura y sencillamente irracional y extraordinario en el ser humano; pintar una puesta de sol, bailar y emborracharse como si mañana no se esperase, disparar una cámara durante una tarde entera para captar la esencia de un momento en un carrete, buscar desesperadamente la belleza hasta morir de síndrome de Stendhal, amar, no frenar un solo impulso, todo ello era París. Paradisíacas Sodoma y Gomorra, desobediencia sin castigo, abono para el progreso.


Todo el hervidero que gestó y alumbró los cambios de la edad contemporánea para muchos es hoy simplemente un viejo monumento que sirve de cárcel a los deshumanizados trabajadores que cada día bombean mediante su empleo la sangre que hace que el capitalismo no ceje en su incesante labor de ponerle precio a todo, explotar hasta el agotamiento los recursos mundiales y obviar cualquier cualidad o capacidad personal que no contribuya a la eficiencia, a la productividad, al aumento del beneficio neto o a la optimización. Todos estos haters de la ciudad de las luces observan entre tristes y furiosos cómo el tiempo ha transformado París en una ciudad-museo, un parque temático para mayores al lado del infantil (Disneyland). Y es que igual que en todas las capitales, la gentrificación ha hecho que se pierda el comercio local en favor de Starbucks y Apple Store, que nadie viva en los distritos del centro salvo los turistas y que todos esos lugares donde Hemingway se apasionaba escribiendo y bebiendo, donde Picasso fumaba en pipa y dibujaba a quien tuviera delante sólo sean sitios hoy donde hacerse selfies y publicar en la story el Café au lait y el Pastis del día.



Ciertamente que ya no vivimos en el siglo XX y aun así París sigue siendo París. Aunque no sea la Torre Eiffel el faro de un mundo que se empequeñecía con los adelantos de cada Exposición Mundial, pese a que no están sus cafés llenos de tertulias ni sus imprentas llenas de ideas, la ciudad sigue atrapando. Porque los parisinos (orgullosos y al mismo tiempo sensibles) tienen la clase (quizás es más apropiado decir don de la oportunidad) de saber cuándo tomarse un aperitivo o un café, de comer poco pero tremendamente bien, de decidir con apropiada frialdad qué se conserva y qué se tira y se hace revolucionariamente nuevo. Porque no reniegan de su historia colonialista, sino que tratan de que nunca se repita integrando las culturas francófonas asimilándolas con la suya, como muestra de reconocimiento hacia esos territorios que tomaron sin ser suyos. Y porque no se conforman con vivir allí, quieren vivir siempre en el cambio, en el progreso, en el Pret à Porter. Vayan y paseen, que verán cómo quien no VIVE en París (como explica el segundo párrafo) hoy en día es porque no quiere.


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